
SIN BRÚJULA
No bien había salido del supermercado y llegado a mi vehículo en el estacionamiento, encontré a una anciana con los ojos absortos mirando hacia todas direcciones. Me acerqué un poco más y descubrí en sus manos unas llaves. Quise pasarla por alto, subir a mi coche y largarme, pero los ojos de la anciana, apenas verme, se posaron en mí como el cañón de una pistola. Sonreí y dije: ¿puedo ayudarla en algo, señora? La anciana parpadeó mil veces antes de contestarme: no sé si este es mi carro. Apretó el botón de su llavero dos veces y se escuchó que botó el seguro, pero no abría. Apriételo otra vez, señora, le dije. Lo hizo. De nuevo se escuchó que botó el seguro, pero igualmente no abrió la puerta. Tomé yo el llavero y apreté el botón. Ahora sí. La puerta abierta. Listo, señora, dije sacudiéndome las manos en el pantalón, como si hubiera salido bien librado de una batalla campal. Los ojos de la anciana seguían impávidos. Es que no sé si sea mi vehículo, dijo y metió la cabeza dentro. ¿No reconoce ese teléfono celular, ese gorro, la cadena que cuelga del espejo retrovisor? No, dijo la señora. Nada. De pronto, el teléfono empezó a sonar. ¿No lo contesta, señora? No, dijo, no. Al quinto timbrazo una mano que entró velozmente por la ventana opuesta se lo llevó a la oreja. Contestó diciendo: en cinco minutos llego, mamá, sí. Los ojos absortos de la anciana me dieron, en ese momento, todas las respuestas.
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