
Filosofía del podador de árboles
Un año fuera de casa y los árboles crecieron hasta tapar paisaje y sol. No hubo forma de detenerlos: sus ramas se extendieron en todas direcciones, enredándose en ocasiones en ramas más delgadas o lianas, que las apresaban como nudos. Había que abrirle un agujero al cielo, las nubes y el mar al fondo. Cogí una pequeña sierra y una escalera y me impuse un orden estricto, de derecha a izquierda. Me subí al último peldaño de la escalera, me metí entre el mogote de ramas y empecé a cortar una por una, como si cortara rabos de cebolla. Las ramas caían desde lo alto dando girones en el aire. No pasaron ni quince minutos cuando me di cuenta de que la forma en que lo estaba haciendo era agotadora: rama a ramita, ramita a rama. Entonces me di cuenta de que bajando un poco la sierra y cortando en la raíz del tronco, justo antes de que empezaran las ramificaciones, podía obtener el mismo resultado. Así lo hice. El racimo de ramas caían al suelo dejando un hueco de cielo abierto. En ocasiones uno tarda en comprender lo que uno ha escuchado cientos de veces: que los problemas (los desamores, la soledad, el odio mismo) hay que cortarlos desde la mera raíz para que no terminen sepultándonos a nosotros mismos, ni a los otros. Y si esto lo hacemos con una sierra de doble filo: mejor.
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