
LA INJUSTICIA Y EL OLVIDO HACIA EL POBRE NOS APARTA DE LA SALVACIÓN
LC 16,19-32
POR: Pbro. Jorge Armando Castillo Elizondo
Los textos de este domingo nos presentan el campo donde se desarrolla nuestra vida: la temporalidad; y que de alguna manera, nos implica también en el proceso de la salvación. No es la abundancia de los bienes en esta vida o la vida plena la que asegura nuestra suerte final, sino la disponibilidad para ayudar al hermano, cuando este carece de lo necesario. La indiferencia hacia el prójimo y la ambición por gozar únicamente en esta vida nos pone en riesgo frente a nuestra futura salvación.
El ser humano sobre este mundo va siempre en busca de bienes y procura por medio de ellos su felicidad. Ciertamente, gozar de abundancia en salud, bienes y amistades nos permite vivir más tranquilos, pero el exceso y la abundancia de los bienes muchas veces nos hacen olvidarnos de los demás, especialmente de aquel que pasa por necesidad. Lamentablemente el corazón se apega fácil a la riqueza y a lo material y se hace duro para compadecerse de los demás. Ya desde el Antiguo Testamento el reclamo de los profetas a los poderosos que confían más en sus bienes y riquezas que en Dios es evidente: “¡Ay de los que se sienten seguros en Sión y de los que confían en la montaña de Samaría… los que se acuestan en camas de marfil, arrellanados en sus lechos… los que beben vino en anchas copas y se ungen con los mejores aceites” (Am 6,1.4.6), Ellos están tan entretenidos en sus placeres que no se esperan el castigo; para ellos sobrevino como consecuencia el destierro. La actitud del pueblo tiene que ser aquella de la preocupación por el necesitado. Hoy podríamos decir que el poner toda la atención en lo material nos hará perder lo esencial: a los seres queridos, a los hijos, a los padres y la propia vida.
Si nuestro corazón está puesto en los bienes materiales y con él nuestra esperanza, cuando estos falten o se pierdan nos harán perder la paz y la alegría. Ahora, que hemos estado expuestos a la fuerza de la naturaleza en sus diversas manifestaciones, y vemos como ella nos puede privar en un instante de todo lo que consideramos seguridad y que con sacrificio hemos adquirido, entonces nos damos cuenta que allí no debe estar anclada nuestra esperanza. En la vida cristiana la libertad de espíritu frente a los bienes es importante. Ya veíamos hace algunos domingos que debíamos preferir a Cristo por encima de familia, bienes y la propia vida. El bien mayor que debemos procurar y cuidar es la salvación de la propia vida. Sin duda, el aprender a desligar el corazón de todo lo creado es camino de santificación.
Hoy el Evangelio nos presenta la parábola del rico epulón y de el mendigo Lázaro, de esta manera nos muestra que el verdadero destino del hombre no es su situación de vida, esa no es la última palabra sino lo que viene después de la muerte. Por una parte, el hombre rico goza de todos los bienes: vestido, comida, comodidades, excesos, etc., en cambio el hombre pobre está privado de todo eso, nos refiere el Evangelio: “echado junto a su puerta, cubierto de llagas, deseaba llenarse de lo que caía de la mesa del rico… pero hasta los perros venían y le lamían las llagas” (Lc 16,20-21). Hay una realidad que acomuna a los dos, la muerte. Muere Lázaro y los ángeles lo llevan al seno de Abraham, en cambio del rico solo afirma: “lo enterraron”. Pero hay un detalle, se nos olvida que la vida no es solamente la existencia terrenal o temporal, sino que también estamos llamados a la inmortalidad.
La existencia humana se conforma de estos dos momentos: la vida temporal y la vida eterna. Es allí, cuando la verdad sale a nuestro encuentro. Esto no quiere decir que el que recibe bienes está destinado a sufrir en la otra vida, o el que recibe males, está destinado a gozar en la otra vida. El detalle está en no vivir únicamente pensando en lo terrenal, una actitud egoísta frente a la necesidad del hermano es la causa de los males futuros. Por eso, no debemos permitir que los bienes nos cieguen y ya no veamos lo esencial, ni la voluntad de Dios. Que podamos hacer buen uso de las cosas que Dios nos permite tener, evitando apegar a ellas el corazón y el sentido de la existencia. Que, como principio de vida, aprendamos a compartir los bienes con los demás y seamos para todo aquel que lo necesita, consejo, aliento, consuelo y alegría.
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