COMENTARIO HOMILÉTICO

Administrador Colimapm | Opinión | 13/07/2025

EN CRISTO, AMAMOS A DIOS Y AL PRÓJIMO PARA ALCANZAR LA SALVACIÓN

LC 10,25-37

POR: Pbro. Jorge Armando Castillo Elizondo

Después de reflexionar sobre el discipulado, sus implicaciones y sus frutos, ahora dirigimos la mirada hacia la acción más importante de la vida cristiana, amar a Dios y amar al prójimo. El amor a Dios se manifiesta a través de la obediencia a su voluntad y a sus mandamientos, que dan como fruto la salvación de la propia vida; por este motivo, el tema de la salvación ha sido siempre motivo de interpretaciones, de debates y de dudas. Pero ¿qué es lo que realmente sirve para que me pueda salvar? ¿mi salvación está condicionada por el cumplimiento de acciones para Dios o para los demás? Siguiendo el ejemplo de Jesús, aprendamos a reconocer el don de la salvación que viene por mediación suya y abramos el corazón para propiciar en los demás la acción de Dios que viene a salvarnos.

Los peligros de esta vida, los males y las enfermedades nos hacen temer sobre el futuro de la misma, somos frágiles, nuestra vida se deteriora y finalmente sabemos que moriremos. La salvación que Dios nos ofrece no es sólo liberación de las realidades terrenales que nos afligen, es, sobre todo, el don y el regalo de la vida inmortal, donde liberados de todos nuestros males, materiales y espirituales, podremos vivir eternamente unidos a Dios. La salvación no es una imposición que viene de Dios, al contrario, es un don y un regalo que actúa en nosotros, no como algo mágico, independientemente de nuestra voluntad y de nuestros deseos, sino vinculando estos al don que viene de Dios para transformar la vida toda. La salvación espera que desde dentro podamos corresponder a una vida nueva y con todo lo que esa vida nueva implica, una transformación del pensamiento, de los sentimientos, de las acciones, etc.

El primer signo que Dios ofreció al hombre para transformar su vida fueron sus mandamientos. La palabra y la voluntad de Dios manifestadas en el Decálogo que el pueblo tendría que cumplir, para entrar en una comunión nueva de vida con Dios, le aseguraría la vida: “Escucha la voz del Señor tu Dios que te manda guardar sus mandamientos y disposiciones” (Dt 30,10). La condición para cumplir su voluntad o para asegurar su cumplimiento es estar convertidos a Dios de todo corazón y con toda el alma. El corazón y el alma, es decir, la interioridad, es el lugar donde comenzará a hacerse presente la salvación dando fuerza y gracia para poder vivir esa nueva realidad. Por tanto, es en el interior donde debe abundar la presencia de Dios, en un primer momento por medio de su palabra y después, con el envío de su Hijo, por medio de la gracia.

La parábola del buen Samaritano que nos propone la liturgia de este domingo nos muestra la respuesta a una interrogante, que aquel doctor de la ley presentó a Jesús: ¿Quién es mi prójimo? Ese hombre, en un primer momento, preguntaba qué hacer para alcanzar la vida eterna; por tanto, una primera parte de la respuesta que buscaba la encontró en la Escritura: Amar a Dios con todo el corazón. El amor que se pide en la ley, y que va dirigido a Dios, es más que un afecto o un sentimiento, es una realidad que no solo se experimenta en el interior, sino que, por el contrario, se manifiesta, se comparte, se hace vida, carne, acción, testimonio. La segunda respuesta la encontrará en la parábola del buen samaritano: Amar también al hermano.

El buen Samaritano representa a Jesús que se ha compadecido de nuestra debilidad y ha curado nuestras heridas, nos ha llevado consigo y ha previsto todo para que podamos tener vida eterna. De igual manera, nosotros como cristianos debemos ser ese buen samaritano que lleva a Dios a los demás porque Dios es la medicina, el remedio y la vida nueva de quién está sufriendo. Que podamos amar a Dios con todo el corazón para que mediante ese amor a su voluntad y al hermano, en quién está presente Cristo, podamos alcanzar la vida eterna y la salvación prometida a todos los que ponen su confianza en Dios.