
El mundo bocabajo
Tuve ganas de un café -cosa ya poco frecuente debido a mis endebles nervios- y me detuve en un Oxxo. Tardé no menos de diez minutos en decidirme entre las opciones ofrecidas: frapuchino, capuchino, ¿chinocochino?, etcétera. Me reprimí: yo vine por un café americano y eso me llevaré. Hay que tener convicciones. Cogí un vaso, vacié el contenido y luego cogí otro vaso con su tapa para compartirlo con mi mujer. Metí el vaso lleno dentro del vaso vacío y fui a la caja. Puse sobre el mostrador el café y puse la cartera en ristre. La despachante fijó la vista en mi café y arrugó el entrecejo. ¿Agarró otro vaso?, preguntó molesta, como si en realidad hubiera descubierto a un ladrón con las manos en la masa. Sí, dije, es que voy a compartirlo. Tiene que pagar el vaso, dijo la despachante y el entrecejo ya le papaloteaba. ¿Y cuánto es? Diecisiete pesos, replicó. ¿Y cuánto del café? Diecisiete pesos, volvió a replicar. Ah caray. Como no me salían por ningún lado las cuentas, volví a preguntar: ¿el puro vaso diecisiete y el vaso con café diecisiete? Sí, dijo la despachante. Y, al verme los ojos desorbitados, agregó: en realidad lo que usted paga es el vaso, no el café. Y yo: ¿cómo es eso? Y ella, jalando las comisuras: el café no vale nada, lo que vale es el plástico. Miré mi vaso de café, miré el otro vaso vació, que separé del vaso de café que me llevaría, saqué de mi cartera un billete de veinte pesos y pagué. La despachante me entregó tres pesos de cambio y, con ellos, una gran lección: ahora vale todo lo que nada vale.
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